Después de unos cuantos meses de espera, Pujol abrió sus puertas en su nuevo destino, la calle de Tennyson. Unos cuantos años antes, había visitado Pujol en la calle de Petrarca y recuerdo que aquella fue la primera vez que probé un menu de degustación. Sin saber más, consideré el concepto algo único y a mi manera de verlo, la mejor manera de conocer la cocina de un lugar. Por supuesto, al saber que el restaurante se había mudado a una linda casa en Polanco y que el despacho de arquitectura de Javier Sánchez en colaboración con Micaela de Bernardi eran quienes habían hecho la propuesta de diseño, no dude un segundo en hacer la reservación.

Tomo camino al número 133 para conocer la nueva etapa de uno de los grandes de la gastronomía mexicana, recorro una peculiar cerca en madera y concreto, llego a la puerta y leo “Pujol”.

Algunos años atrás visité el restaurante, los espacios eran oscuros; su neutralidad y luz dirigían tu mirada a cada uno de los platillos, toda la atención de la experiencia estaba destinada a ellos. Desde que iniciabas con ese pequeño elote con hormiga chicatana, hasta terminar el mousse de chocolate y mezcal, Pujol atrapaba tu mente con su menú de degustación.

Hoy es distinto. La casa de Tennyson cuenta con un pasillo que me guía a la entrada y mientras me dirijo contemplo el jardín que envuelve la casa y los espejos de agua que me dan la bienvenida. El espacio es muy diferente a lo que solía ser, piso de terrazo, madera en lambrines y plafones, sillas tejidas y cortinas en un tono gris oscuro que arrastran hasta el piso. El mobiliario, inspirado en el siglo pasado, está a cargo del artista Eduardo Prieto, quien se inspiró en el trabajo de Clara Porset. Sin duda alguna, la experiencia de diseño va de la mano con la filosofía culinaria de Enrique Olvera, siendo lo mexicano el elemento principal.

La iluminación siempre ha sido un elemento clave para Enrique Olvera. Un jardín central con un domo baña de luz la recepción del lugar y el área de sentado junto a la barra. El diseño es sublime: Javier Sánchez y Micaela de Bernardi lograron un espacio relajado, acogedor y simple. Pensando en todos los detalles, desde la vegetación coordinada por Lily Foster, hasta las intervenciones de arte provenientes de la Galería Arróniz. Todas las tonalidades y texturas que veo son neutrales, el gris y beige junto con la madera crea un escenario contemporáneo y harmónico.

La historia de Pujol ya la conocemos, en el año 2000 Olvera fue el primero en apostar por la comida contemporánea mexicana. Lo que no conocemos es la mejor parte, pues si de algo estoy segura, es que grupo Olvera no dejará de sorprendernos; hablo de la nueva incorporación de la barra Omakase que Olvera integra en esta evolución. Este término poco común en nuestro país hace referencia a la confianza que depositas en el chef para que él, a su gusto, mande lo mejor que tiene. Al extremo de la larga barra de terrazo que sienta a 10 personas, está mi lugar.

Nuestros compañeros en la barra arrancan con una margarita de mezcal con tamarindo fermentado y sal de gusano. Acompañando de esta llegan el maíz tierno de la casa ya bien conocido en Pujol, aderezado con mayonesa de café y hormiga chicatana. Otro de nuestro país:  los escamoles, servidos en una infladita de maíz, cubiertos con queso Cotija y polvo de chile guajillo. Los dos representan la propuesta de Enrique Olvera: utilizar sabores mexicanos y los mejores productos para lograr una propuesta atrevida de alta cocina.

El día en Pujol apenas empieza, son poco antes de las dos de la tarde y parece que el servicio a mesas llenas no parará. Llega a mi barra una tostada de callo, directo de Ensenada, cubierto por cilantro y un poco de aguacate. Yo sé que no es lo mismo, pero me recuerda a las tostadas en los carritos de este puerto pesquero. Supongo que es parte del encanto, ¿No? Remontar los sabores mexicanos. No puede haber mejor compañía para una tostada que una cerveza bien fría. Sin movernos de Ensenada ahora es la hora del erizo, con un poco de frijol, se encuentra perfectamente resguardado en una tetela echa con buena mano.

El lugar que siempre me ha gustado más es el cercano a la cocina, donde puedes ver y oler todo lo que desfila a su salida, reconocer olores y platillos. El más característico, el humo de totomoxtle de los elotes tiernos, insignia de la casa.

Regreso mi atención a la barra, viene la hora de la verdad: los tacos. Una de las cosas que más disfruto de muchos maridajes es la oportunidad de conocer vinos que difícilmente encuentras en el mercado, así sucede con “Arrebato”, un fresco chenin blanc que me acompañará en los primeros tacos. Como buena mexicana, sé que no hay buen taco de mala tortilla, así que me detengo a observar la tortilla verde que acabo de recibir. Berenjena confitada y hummus, viene sobre una tortilla de hoja santa.

En el segundo que termino con mi primer taco, observo al siguiente salir de la cocina. Ahora sobre una tortilla de maíz azul se encuentra un perfecto rollo de pork belly con salsa de chile manzano y hoja de mostaza. Los tacos siguen desfilando y la bebida también.

Me gustan los menús en los que no sé que esperar, aquellos que no están escritos en una carta y te agarran por sorpresa. Así llega el taco de barbacoa a mi barra, decorado con guía de chícharo, un guacamole tan fino que podemos llamar puré y una flor característica de esta húmeda época del año: flor de calabaza.

Para esta hora de la comida, ya hay confianza. Jimena nos invita a pasar a la terraza para el postre, con todo y mi mezcal camino por el pequeño huerto de Pujol. Jimena se detiene y prueba nuestra memoria con algunas de las hierbas que habían decorado nuestro menú.

El segundo capítulo de mi omakase inicia con un sorbete de pulque sobre gajos de guyana curada, ambos cubierto de chile en polvo.

Llega mi café de olla junto al siguiente postre que le hace tributo a mi ingrediente favorito, el maíz. En la barra interior jugaba papel resguardando a los tacos, en la terraza se convierte en dos protagonistas: helado y nicoatole, atole tan espeso que toma una firme consistencia. Eso es lo que me enamora del maíz, su capacidad de diversificar y brillar en cualquier situación.

Uno de los postres mexicanos estrella me recibe al fin de la montaña rusa. En Coyoacán los acompañan de cajeta y vienen en bolsita. La versión elegante de los churros en Pujol tiene forma de espiral y descansa sobre una servilleta de papel y un plato de cerámica hecha a mano.

Por: María Merino y Fernanda Ibarrola

Algo de lo que más disfruto de los restaurantes mexicanos es que se apeguen a nuestros productos, que exploten la materia prima que antiguamente nos daba una milpa: frijol, chile, maíz, tomate. El siguiente taco, un pequeño chile güero se esconde en un capeado. En el proceso ha perdido el picante, está relleno de queso Oaxaca mezclado con un suadero de wagyu.

Veo a mi alrededor y algo me alegra, veo a mexicanos. Esa es una buena señal. Mientras más puertas abramos de nuestra gastronomía, más aprenderemos como mexicanos. Lo siguiente que me alegra es el mole madre, hoy tiene 1354 días. Los acompañó en la mudanza de Seneca a Tennyson.

El servicio en Pujol siempre se ha distinguido. Hace 17 años, cuando Pujol iniciaba iban de negro y eran expertos en tomar comandas memoria pura, un servicio elegante y discreto. Hoy, siguen de negro pero es amigable, relajado y aun así impecable.