La temporada de lluvias en la Ciudad de México significa muchas cosas, pero antes de pensar en el trafico y el mal clima, me emociona saber que llega la época de hongos y setas. Uno de los mejores momentos para visitar aquellos restaurantes que buscan lo mejor de cada temporada. Sin mucho que pensar, me dirijo a Máximo Bistrot.

Me acuerdo cuando La Roma no era lo que ahora vemos, siempre ha sido bonita, pero hoy va más allá de eso. Es un corredor cultural, artístico, comercial y principalmente gastronómico. Muchas de las mejores propuestas se resguardan aquí, en 2011 Eduardo García abrió las puertas a una de las primeras.

Me voy acercando al restaurante y recuerdo la primera vez que lo visité. Máximo Bistrot, como la Colonia Roma, también ha evolucionado. Pienso en mi papá, usando la velita que estaba al centro de la mesa para alumbrar el menú que todos los días era escrito a mano y fotocopiado. Mi hermano no entendía los pequeños vasos en donde se servía el vino y la rusticidad en la tela de sus servilletas. Seis años después, regreso a un Máximo en su madurez, con grandes copas, menús bonitos y llenos de detalle. Sin dejarme engañar, sé que esta pequeña esquina entre las calles de Tonalá y Zacatecas mantiene el carácter que en 2011 cautivó a mi familia.

El espacio me parece encantador, un ambiente familiar destinado a personas que aprecian tanto el diseño como la comida. El estilo de Charles de Lisle es purista, inspirado en la arquitectura emocional de Barragán. Las mesas y las sillas hechas de madera de un árbol de mesquite, las bancas que corren a través del espacio y la vajilla hecha en una tienda local.

En Máximo, dada vez que tomes el menú será diferente, el chef Eduardo, inicia todos los días en la central de abastos, buscando los productos con los que llenará su menú, ingredientes nuevos y platillos nuevos. Su filosofía, como su cocina es sencilla: hacer buena cocina, con el mejor producto local. Entre las entradas leo: queso Oaxaca, sólo queso Oaxaca, unos minutos después el mesero se encargo de explicarme. “Es la recomendación del chef. No es queso Oaxaca, se trata de hongo Matsutake. Salteamos su tronco en mantequilla y lo deshilachamos dando la apariencia de queso Oaxaca”. La curiosidad me convence.

Aunque es época de lluvia, por ahora sale el sol y hace suficiente calor para una copa de vino rosado. Francés y de dulce olor, La Bastide Saint Dominique viene de una pequeña vinícola familiar al centro de Provenza. Como buena tradición, recibo la berenjena tatemada que desde varios años te da la bienvenida, la preparan con queso de cabra, aceite de oliva y un poco de ajo, dejándola como mantequilla y perfecta para embarrarla el pan rústico que la acompaña.

El uso de los ingredientes me cuenta la historia de Eduardo, quien vivió desde los 5 años en Estados Unidos acompañado de su familia, agricultores que viajaban alrededor del país sembrando todo aquello que la temporada les permitía.

Por: María Merino y Fernanda Ibarrola

“Pulpo, ragú de duraznillo y maíz criollo”. El siguiente platillo que elegí toma lugar en mi mesa y al cortarlo solo me rectifica que fue una gran elección. Antes de ordenar el postre vuelvo a recordar, aquí probé por primera ves el ruibarbo y aunque me llama la atención verlo de nuevo en el menú, no puedo dejar de pedir el queso camembert al horno cubierto de pasta filo. El queso siempre será mi forma favorita de terminar una comida.

En 2011 Gabriela y Eduardo nombraron al restaurante en honor a su hijo Máximo. El tiempo para este restaurante ha pasado y lo seguirá haciendo, seguramente este icono de la calle de Tonalá me seguirá sorprendiendo en cada visita. Si alguien llamara su restaurante en mi nombre, me encantaría que sirviera esta comida.